domingo, 8 de agosto de 2010

Conociendo la pobreza...

Un día conocí la pobreza del hombre, fue triste, pues la encontré en un sitio que hasta ese momento representaba diversión, pero que hoy entiendo llegó en el momento perfecto.


Subí esos escalones altos y fríos que rechinaban al pisar, una fila interminable de vagones, separados por pequeñas láminas de hierro que podían arder o congelarse a voluntad del tiempo.

Ubiqué mi lugar, un asiento cálido junto al cristal que permitía observar el exterior. Un ambiente con la exquisita mezcla de olores que sólo el cuerpo humano puede despedir, gritos de niños, crujir del equipaje y el soplido del viento que se cuela por los pequeños orificios de los engranes.

Partimos de un lugar urbanizado, donde la vida diaria se compone de lo material, edificios, automóviles, ropa y zapatos; pero así como el día se vuelve noche, el paisaje cambió.

Se quedaron atrás las construcciones de grueso concreto y llegaron los campos adornados con montañas rojas de formas caprichosas, en cuyo interior viven las leyendas de indios que aún conservan el oro que los ambiciosos buscan encontrando solo la muerte; los pastizales secos con esqueletos completos e intactos de reces que murieron en el intento por llegar al arroyo extinto que saciaría su sed; los barrancos llenos de piedras gigantes y lisas acariciadas por el viento; la montaña cubierta de pinos que con su verdor oculta a las coloridas aves que trinan al paso del tren.

Ese túnel, inmenso y oscuro, guardaba en su interior la sabiduría del mundo al que estabamos a punto de entrar.

Llegó por fin el final del viaje que comenzó al alba, terminó frío y húmedo como la tarde. Como escenario un sinfín de peñas se confundían con el gris del cielo, con figuras talladas a capricho del viento.

Había que recorrer un camino incierto a bordo de una camioneta que avanzaba con dificultad por los caminos de terracería, entre curvas y voladeros se divisaba una pequeña comunidad enclavada en la montaña, allá abajo un río refrescaba la tierra y daba de beber a los árboles, en sus aguas se veían enormes peces que saltaban entre las piedras del camino.

Por fin, el techo que nos albergó esa noche, construido de madera, rodeado con una cerca blanca de madera... un hogar. Aquí llegó la primera sorpresa, no había luz artificial, nos alumbramos con velas dentro de románticas pantallas de cristal y nos calentamos junto al fuego de la chimenea que mantuvo la habitación de techo alto en completa calidez.

Allí conocí la primera noche oscura, con sus brillantes luceros adornando la inmensidad del cielo.

Al amanecer, un grupo de colibríes de colores radiantes revoloteaban alrededor de las flores del jardín; las gallinas blancas rascaban la tierra en busca de alimento.

Estaba a punto de conocer otro mundo dentro de mi mundo, un lugar alejado pero arraigado en los sueños de cualquier humano. A medio día, el camino comenzó otra vez, dos horas a bordo del auto para subir la montaña. Un camino marcado por los troncos fuertes de pinos que se alzaban en la tierra fertil, entre ellos había desde hongos hasta ardillas que huían asustadas, estabamos interrumpiendo la paz de la montaña.

Después de horas de expectativa arribamos a la cima, impresionante, excitante. Allí estaba yo,  en la punta de la parte más alta de la sierra de Chihuahua, y a lo lejos, dispersos en el fondo de la barranca  se asomaban los techos humeantes de un grupo al que llamamos Tarahumaras.

Hubo un relato, las palabras contadas de un nativo, de un niño atrapado en el cuerpo de un adulto, que mientras hablaba miraba su tierra, dijo que: abajo, en el pueblo llamado Urique, se cosecha papaya, cocos y mangos, que se vive feliz, que se alumbran con la luz del día y con el brillo de la luna, que desde este lugar se puede escuchar la música de las fiestas y se ven las luciérnagas recorrer su camino (a dos horas de camino).

Son Rarámuris, los de los pies ligeros, quienes tiene permitida la caza del venado, pues es una tradición ancestral que aún se lleva a cabo durante el invierno, entre las montañas nevadas. Cuando la nieve llega a su punto más alto, los hombres se reúnen, ataviados como de costumbre con taparrabos y cacles de cuero, después de un estricto ritual se persigue al venado macho, corren detrás de él y cuando el animal se cansa entonces ellos lo atrapan y lo sacrifican para concluir la ceremonia.

Además de la magia de sus rituales, el atavío es particular, las mujeres de piel morena, cubren sus gruesos cabellos negros con una pañoleta, sus voluptuosos cuerpos,  escondidos tras las enaguas de flores, son adornados  con collares de semillas.

Entendí que ese pueblo,  tuvo que huir montaña adentro a la llegada de los intrusos, es un pueblo rico, pues tienen grandes extensiones de montaña en donde crían cabras, siembran su alimento, construyen sus casas y se forjan hombres y mujeres que conservarán un estilo único de vida.

La naturaleza sabia y agradecida les ha provisto de agua caliente que brota de las piedras y de alimento que se obtiene de la tierra. No necesitan más que de sus pies ligeros para cruzar la montaña, de sus manos para trabajar, de su mirada para conquistar y de su brillo para mantenerse en la mente de los extraños que nos sorprendemos al descubrir la pobreza del hombre.

Descubrí que la pobreza existe, que se alberga en nuestro interior, que ingenuamente creemos que ellos necesitan de lo material para sobrevivir sin percatarnos que la riqueza está en cada rincón de ese lugar; que las grandes extensiones de bosque no se comparan con el lujo de una habitación; que no hay nada más cómodo y saludable que caminar con cacles entre la montaña; que nuestro frío no se siente dentro de esas paredes de madera cuya calidez se mantiene gracias a la chimenea que se enciende cada noche y que es el punto de reunión de la familia entera que canta y comparte el alimento diario.

Allí conocí mi pobreza y como regalo de la  lección recibida,  la vida me dió la oportunidad de compartirla, en un intento por colaborar a la conservación de un pueblo mágico que nos enseña  otra forma de vivir.

La pobreza se alberga en el alma, allí solo encuentra frío y tristeza.

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